Historia municipal de la destrucción


Dice Vila-Matas que sobrevivir a la ciudad de la infancia es una experiencia moderna, y no le falta razón. Este tiempo acelerado en el que nos ha tocado vivir no sólo crea un tipo de nostalgia apremiante y convulsa (es decir: una moda), sino que de su mano viene también la catástrofe que la dinamiza, juntando así ambas cosas, la velocidad con la que cambia todo y la inmovilidad (la indefensión) con la que ese todo se enfrenta a su destrucción. En ese sentido la rue Vaneau, escenario central de Doctor Pasavento, la walseriana novela de V.M., vendría a ser como cualquier calle de la ciudad de nuestra infancia: un paisaje urbano en silencio. Claroscuro e inmovilidad a la espera de una catástrofe.
Valgan los subrayados de la novela de V.M. como introducción a la lectura de las postales barcelonesas de Isabel Núñez, un libro que colecciona un sinfín de emotivos e inmóviles escenarios de la catástrofe, rescatados de su destrucción por una nostalgia más sosegada que más bien parece un tipo de fascinación. Yo, que también he sobrevivido a la ciudad de mi infancia, prefiero sumergirme en esa fascinación nueva que en mi propia añoranza, porque hace ya muchos años que no vivo en mi ciudad, y al volver a ella siento como si todo me lo hubiesen cambiado de sitio, de modo que para encontrar mi nostalgia tengo que superar antes mi confusión. Aún así, el libro de Isabel me ha hecho recordar algunas de mis viejas postales (recordar, en este caso, es el mejor modo de leer); la antigua casa de mis padres, por ejemplo, un octavo piso desde cuyo balcón se veía hace muchos años un caserón con enormes ventanales cerrados, las típicas galerías de las casas gallegas, diseñadas para contemplar y protegerse del mar, y no para observar a los vecinos. Junto a esa casa había un enorme patio, puede que algún huerto, no lo recuerdo bien, un espacio vacío por el que solían corretear algunos críos semidesnudos que manchaban el silencio con sus gritos de júbilo, tal si emborronasen una página en blanco. Durante algún tiempo esa casa fue el escenario inmóvil de una catástrofe, o eso me parece ahora. Cuando la derribaron construyeron en su lugar un enorme bloque de pisos que, además de afear el paisaje, me dejó sin una de mis visiones favoritas en las tardes de verano: la puesta de sol tras los montes del Seminario. Ni siquiera cuando nos mudamos a ese edificio nuevo (o por decirlo de otro modo, cuando nos pasamos al enemigo) conseguí recuperar mi visión. Detrás de nuestra nueva casa habían levantado otra, y aún otra más allá. Cemento y más cemento entre mi ventana y mi añorado paisaje crepuscular, y hasta llegar a él, como diría il dottore Pasavento, un viejo camino en el que el Tiempo ha escrito el fin abrupto de nuestro mundo…
Recordar, pues, es levantar acta de la destrucción, y, si hacemos caso a Isabel, en esa destrucción pesa menos el tiempo que los negocios; denuncia ésta que repite el argumento de La plaza del azufaifo, un libro anterior a estas Postales, en el que un árbol era toda una ciudad, en el que una ciudad era todo un síntoma. Enfrentarse a la destrucción desde la memoria, tal como hace Isabel Núñez, supone asumir esa exigencia de la que hablaba Agamben en relación a las fotografías, la exigencia de darle un nombre a cada rostro, al rostro anónimo de la destrucción, y la exigencia, también, de preservar de la destrucción esa imagen final que es como la recapitulación de una existencia; el gesto más ínfimo y cotidiano: el gesto más eterno. Por eso las fotografías que acompañan los textos de estas Postales son como las imágenes del Juicio Universal, en el sentido que le da Agamben a ese evento; representan el mundo tal como aparece en el último día.

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